19 de julio de 2009

De Postres Y Otras yerbas


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De postres y otras yerbas
Alejandro Luque


Fiambrín. Me acuerdo de la fiesta que nos hacíamos cuando comíamos ese queso cocido que tenía unas pintitas de colores: en el mejor de los casos, ají molido y pimienta, pero siempre los pedacitos diminutos de jamón.
Ignacio y yo nos las arreglábamos para darle el consabido golpe de estado a la heladera, sacar el envoltorio de papel y desincrustar el fiambrín del jamón, que venían separados por una hoja de papel. A ninguno de los dos nos gustaban esas fetas de cerdo que muchas veces babeaban un jugo que se pegaba a los dedos. El fiambrín no sólo eran fetas delicadas y para nada babosas, sino que poseía esa prolijidad cuadrada que estimulaba todas nuestras papilas cartesianas.
De aquella época recuerdo que el paquetito con fiambrín y jamón anticipaba los fideos con manteca. No era un rito en sí, sino el producto de una necesidad: los fideos con manteca era lo que mamá podía poner en la mesa, y el fiambre una especie de postre. A mi familia le faltaba plata, y al país un poco del orden que nunca tuvo. Los almacenes estaban casi vacíos, como los placares.
El fiambrín, feta sobre feta, salía de la heladera y mi hermano y yo lo cortábamos en cuadraditos apilados. Luego despegábamos los “pisitos” uno por uno, y nos deleitábamos. Cuidábamos de comer la mitad del todo, que serían unos doscientos gramos. Luego envolvíamos el paquete doblando sobre lo doblado y lo poníamos en el mismo lugar que lo habíamos encontrado. No recuerdo grandes retos de mamá. En aquella época, ella penaba entre la utilidad de la cocina y las depresiones de un marido con trabajo inestable en un país ídem.
Otras veces, por supuesto, los fideos se anunciaban sin fiambrín y sin ni manteca. Ni siquiera jamón. Al recordar aquella época pienso en la angustia de mi vieja cuando la plata no alcanzaba para parar la olla o, incluso y con un poco de dinero, cuando había desabastecimiento. Colas interminables para comprar un kilo de azúcar por persona, cinco litros de kerosén (las catástrofes siempre llegaban en pleno invierno) o dos paquetes de harina.
Siempre pienso en eso, incluso hoy, treinta años después, cada vez que pongo algo en la cacerola o en el horno, en aquella época de mi país donde nadie sabía lo que eran los derechos humanos ni los de los trabajadores, pero muchos conocíamos el rebusque alimenticio y las necesidades más primordiales.



Fragmento del cuento incluido en la antología Elementos Básicos del autor, disponible en breve.

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