19 de julio de 2009

Visitas


Julio Cortázar y Carol Dunlop, antes de la época de "Cosmonautas"
Foto que considero patrimonio de la humanidad

Visitas
Alejandro Luque

Antes de ir a la clínica decido pasar chez toi, en pleno Montparnasse, a quince minutos del laboratorio. Salir del trabajo cuando hay sol y la ropa ligera ni se siente es un placer que no dejaré de disfrutar. Entre el laboratorio y tu morada las calles están afortunadamente infectadas de árboles que dan verde y sombra, y ese perfume de tilos y plátanos que calma, si no da alergia. Qué generosos esos seres vivos en los que pocas veces reparamos. Están ahí, siempre, pero parece ser que el hombre tiende a ignorar lo que no se mueve, sobre todo en la urbe. Bueno… lo que se mueve también. Nos amurallamos y nos creemos que todo por fuera es estático y perenne, nos sentimos seguros de la continuación en nuestro cocoon, como si tuviéramos un certificado de eternidad.

Pero estoy yendo hacia vos y me sacudo de asfalto y azulejos. Sé que nunca los soportaste. Te he leído más de una vez pidiendo con desesperación menos cáscara y más piel. Creo que por eso vuelvo a visitarte. A visitarlos, porque siempre estás con ella, con tu esposa. Con el paso de los años aprendí a quererla sin llegar a conocerla como a vos. De hecho en varias oportunidades recorrí sus trabajos e intenté entenderte en tu elección. Creo que siempre he hecho eso con los compañeros de mis amigos: aceptarlos desde la comprensión que hizo que ellos eligieran al otro. Y en este caso, con Carol he descubierto en vos eso que muchas veces vi en mí: amamos al que hace mejor que nosotros eso que tanto nos gusta. La fotografía, en este caso. Sus clichés son magníficos, profundamente expresivos, llenos de esa vida instantánea que tanto vos como yo nos empeñamos en captar. Por eso prefiero sus fotos a sus escritos, sin duda.

Llego y los encuentro, como siempre, a los dos juntitos retozando el tiempo cerca de ese árbol cuya especie desconozco. Parece un nogal, aunque nunca vi nueces dispersas al pie del tronco. Les llega a los dos la sombra de esta tarde de verano en pleno centro de un París confundido de turistas y de horarios raros. Intuyo tu sonrisa irónica, porque los dos sabemos que París no tiene otra estación que la que uno quiera darle. Sin embargo, el rigor del verano se me vuelve inapelable. Me perturba esa pareja de viajeros que pasa a unos metros y nos mira, nos mide. Creo que son paisanos nuestros, porque me pareció escuchar que ella dijo “dejá”, así, con ese argentinamente delator acento en la a.

Carol está casi desnuda, y vos, como siempre, atiborrado de papelitos, cartas, postales, monedas, y piedritas de colores como "caracolitos que asoman sus cuernos al sol." Como ninguno de los dos dice nada, me acomodo yo también debajo de la sombra del nogal sin nueces, saco la revista del bolso y se las muestro. Quiere el azar del viento que se abra en la página donde está uno de los textos que he firmado. Se los leo, asegurándome de que la pareja de intrusos argentinos está lejos. Leo con calma y al terminar no los dejo decir nada, porque no pretendo respuestas, aunque me asalte la fiebre de preguntas, como de costumbre. Te dejo la revista, la acomodo según creo, y les saco una foto a los dos. Luego ironizo al darme cuenta de que te arropo aún más, mientras Carol sigue casi desnuda y sin protestar. Pero es así la vida y lo que ya no lo es. Antes de irme te señalo el título de la revista, que es el del foro, y siento tu sonrisa en mi corazón. Quiero sentirla. Lo necesito en medio de este verano de tímidas despedidas.

Corro al metro. Odio las contorsiones surrealistas de la gare Montparnasse, pero no me queda otra. Veinte minutos después me bajo en la Plaza de Clichy, “la plaza menos interesante de París” según vos. Camino a grandes pasos y trepo por el pie occidental de la butte de Montmartre hasta la rue Duresme donde termina mi escalada. Entro en la clínica, digo bonjour desde las tripas a toda esa gente que se ocupa de la gente que ya no puede ocuparse de sí misma, y tomo el ascensor hasta el cuarto piso. Me pongo el barbijo, el guardapolvo, los guantes, y me cubro los zapatos. Golpeo y entro en la habitación. K está comiendo una ensalada y me brinda la sonrisa sincera de quien esperó todo el día, quizá toda la semana, una visita desde su vacío de enfermo soltero y extranjero. Hablamos de la ceremonia de los juegos olímpicos en China, de las nuevas e incómodas perfusiones que le pusieron a nivel del cuello por lo inaccesible de las venas en sus brazos y piernas, de esa puta infección que le resta menos posibilidades de las que rel tumor y sus metástasis le brindan. Le pido disculpas por no haber pasado estos días .“Estuve reuniendo las últimas correcciones de la revista y quería terminar la edición”, me justifico Y como queriendo ahuyentar el inmenso cansancio que pretende abatirla, me pide que le vuelva a contar sobre el foro de cuentos, y el porqué de Perras Negras. Y aquí estoy yo, dibujándole a K rayuelas imposibles como si fueran modelos para armar, y es ella la que recuerda en su sopor y balbucea un octaedro, y yo replico con todos los fuegos mis bestiarios, y ella menciona a su hermano de tierra Charlie Parker y yo le recuerdo lo irrisorio de los premios y la rareza de algunos exámenes. Para el final del juego pronuncio los nombres de Manuel y de la querida Glenda. Nos reímos de las coincidencias que no son tales y pienso –siempre termino pensando- en la maga.

Me desenvuelvo de mi disfraz aséptico de visita y, casi al partir, me pregunto si vale la pena contarle a K que esta tarde fui a visitarte y que te dejé la revista para vestirte aún más. Sin responderme, salgo de la clínica pensando en mi casa y en cómo hacer para darle belleza literaria a toda esta ausencia terrible de ayer, de hoy, de mañana.

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